He visto pasar muchas vidas, cascos de caballos, ruedas de carromatos y pies descalzos.
He sido asediado, quemado, atravesado, desmochado y derruido. Incluso maquillado.
Ahora tocan mis paredes los dedos finos de una niña de nueve años, a la que le han contado que si pone la oreja sobre mis piedras escuchará los lamentos de los presos en las mazmorras. Y no puedo resistirme a engordar esa leyenda, mi leyenda, y hago rugir mis tripas de castillo doliente, esas que tan poco alimento han tenido en los últimos años.
Ella separa su mejilla de mi fría piel de piedra, sorprendida, busca una explicación que no encuentra. Soporta altanera la humedad de mis años en el pasillo que todos temen. Sintiéndome retado, levanto orgulloso mi ánimo para saludar por igual a su descaro y su coraje, y con la inspiración propia que da el haber respirado tantos siglos, descargo un soplo de aire como si de nuevo volvieran los dragones a mis fueros.
Y si el presente viviera del recuerdo, puedo asegurar en este momento, que no he visto rostro tan bello al viento, ni ojos tan puros quietos, que los que esa pequeña vida regalaba a mis adentros.
Surge un suspiro y emerge de nuevo la soledad y el silencio cuando su mirada abandona mi lienzo. Su sonrisa atraviesa el puente levadizo que me separa de ella, y a ella de mi reino.